martes, 17 de enero de 2012

CINE DIRECTO Y CINEMA VERITÉ

Se desarrollaron dos teorías bien distintas sobre el arte de manejar la cámara móvil recién estrenada. En América los hermanos Maysles, Fred Wiseman y otros cuantos cineastas promovieron un cine de observación de la realidad que se conoció con el nombre de “cine directo”. El objetivo era intervenir lo menos posible para así captar la espontaneidad y el fluir natural y sin inhibiciones de los acontecimientos de la vida. Era de la mayor importancia rodar de manera informal, sin iluminación especial ni preparación aparente, y mantener una postura de neutralidad para que fueran tomando forma los acontecimientos más significativos. Los defensores del cine directo defienden cierta pureza de procedimiento, pero, a menos que la cámara esté oculta; cosa que, en el mejor de los casos, es una práctica dudosa desde el punto de vista ético, los participantes se suelen percatar de su presencia y por lo tanto reaccionan modificando su comportamiento. La pureza de la observación es, por lo tanto, más aparente que auténtica. Se mantiene el aspecto de realidad eliminando en el montaje las escenas menos naturales y, desde luego, se consigue que los espectadores se sientan observado privilegiados, pero la autenticidad de lo que ven es muy cuestionable. El cine directo funciona mejor cuando la acción que se está desarrollando acapara toda la atención de los participantes y peor cuando la cámara se hace visible y les resta parte de esa atención.


La creación del llamado cinema verité se debe al francés Jean Rouch, quien después de estudiar a fondo la etnografía africana, llegó a la conclusión de que, al registrar en forma de documental una determinada forma de vida, se establecía una relación con ella. Al igual que le sucedió a Flaherty con Nanook, Rouch descubrió que participantes y cineasta podían compartir protagonismo. Si se permitía y se fomentaba la interacción de director y personajes, el cinema verité legitimaba la presencia de la cámara y le daba al director el papel de catalizador de lo que tenía lugar en la pantalla. Y, lo que es más importante, le autorizaba a provocar hechos significativos y, al mismo tiempo, buscar momentos de privilegio, en lugar de esperar, de manera pasiva, a que éstos ocurrieran realmente. 



Eric Barnouw, en su excelente obra The Documentary: A History of the Non Fiction Film (London: Oxford University Press, 1974) resume las diferencias: El documentalista de cine directo ponía la cámara como testigo de una determinada situación de tensión y esperaba hasta que se producía la crisis; en la versión de Rouch del cínema verité se trataba de precipitar o provocar esa situación de tensión. El realizador de cine documental directo aspiraba a ser invisible; el del cínema verité de Rouch era un participante declarado. En el cine directo hacía el papel de espectador de lo que aconteciera; en el cínema verité adoptaba el de provocador del acontecimiento. El cine directo encontraba su verdad en hechos asequibles a la cámara. El ideal de exaltada fidelidad a los hechos reales se evapora más deprisa si se consideran las implicaciones que lleva consigo hacer un montaje que supone unir rutinariamente en la pantalla lo que en la vida real está separado en el tiempo y en el espacio. Como sucede en el cine de ficción, el documental está totalmente mediatizado por sentimientos humanos bien definidos, a pesar de su apariencia de objetividad y verosimilitud. Resume lo mejor que puede más bien el espíritu que la letra de las cosas y por esto es más interesante.



En definitiva, son los espectadores con su conocimiento de la vida quienes finalmente confieren la impronta de “creíble” a las películas, lo cual es igualmente subjetivo, pues requiere juicios emocionales y empíricos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario